Se atavió como corresponde: jeans viejos, camisa de manga
larga, sombrero, zapatillas y guantes de trabajo. Comenzaba siempre igual, primero
había que cortar el pasto, tarea que requiere precisión y fuerza: no debían
notarse líneas sobre el césped y los bordes deben ser repasados con orilladora.
Después, la tarea obsesiva de cortar setos, deben quedar parejos y limpios. Más
tarde, cortar con tijeras las ramas secas, flores marchitas y cuidar que una
planta no invada a la otra.
Se entregaba a diferentes mundos cuando jardineaba,
recordaba libros, canciones y se inventaba analogías. Las plantas son como las
personas decía, tienen identidad y una función particular que cumplir.
Para Cristián, jardinear es un profundo acto de fe. Creer en
que los ciclos se repetirán, sin variación, uno tras otros. Confiar en que unos
pocos actos, aprendidos por azar, por lógica o por manuales, serán una ayuda a
lo que la naturaleza hace por sí sola.
Para él, jardinear incluye arrancar malezas del mismo modo que se hace
con las personas y experiencias, sacar las que solo estorban el diseño del paisaje
imaginado y cuidar aquellas flores y plantas que contribuyen al panorama
general o al deleite pequeño en un espacio reducido. Está esa maleza compuesta
por pastos silvestres, que pecaron de optimistas en el verano y que creen que
pueden invadir todo el césped, como si fuera su derecho. Es fácil deshacerse de
ellas. Un tirón y listo. Pueden parecer robustas en la superficie, pero son
débiles y poco consistentes. Está esa maleza persistente, que avanza rastrera, pegada a la superficie. A esas hay que perseguirlas, prestar atención y
observar si reaparecen. Como los malos recuerdos, sin advertencia, pueden estrangular
los nuevos brotes de esperanzas y emociones. Se camuflan, parecen reverdecer el
terreno, pero son muy peligrosas. Si
uno no está alerta pueden apoderarse de terrenos reservados
para otros fines. Amontonaba entonces a los enemigos de su jardín en sendos sacos, para botarlos luego.
Están árboles y setos que son el soporte y la estructura.
Esos se dan por sentado, estarán ahí por siempre, pero requieren
cuidados y atención. Hasta los árboles más robustos sucumben a pestes si no se
les presta atención. El jardín desaparece sin ellos. Así es que, en consecuencia, cavó las tazas y observó con atención el estado de troncos y ramas.
Mención especial requieren las flores de temporada, esas que
florecen solo en tiempos de sol, que dejan la tierra en que se posan inservible porque han consumido todos los nutrientes en su fulgurante protagonismo.
Son como esas personas de fácil halago y contacto. Todo jardín que se precie de
tal las necesita para contar con brillo y colorido y todo jardinero avezado
sabe que es más conveniente ponerlas en maceteros pues de lo contrario deberá
trabajar mucho luego para sacar sus superficiales raíces y dotar al suelo, de nuevo, de sus características nutritivas. Si bien sus raíces son superfluas, algunas quieren
parecer profundas y luchan por permanecer otra temporada. Rara vez lo logran. Pensó en dos o tres nombres que pertenecían a esa categoría.
Era el turno ahora de los confiables rosales, para Cristián, éstos, una vez asentados, son un elemento
imprescindible. Muchas floraciones por temporada y sin embargo cada
rosa es distinta de otra, en color, en forma y hasta en textura. Son también los
que más heridas provocan, en ocasiones rasguños sin importancia, pero también profundos
surcos que con dificultad se borran en pieles delicadas. Resisten el sol, el frío
y hasta el embate de malas podaduras. Son como los buenos amigos, aquellos que
dicen que estarán y están. Aquellos que clavan con sus observaciones agudas y
hacen ver las propias miserias y contradicciones. Si se apestan por pulgones,
tijeretas o moscas blancas, aplicando los ungüentos necesarios, vuelven, con
toda su majestad y generosidad, a pintar espacios con sus numerosas, densas y
desbordantes flores.
Están aquellas flores que uno admira en otros jardines: hibiscos,
camelias y hortensias azules. Parecen solo necesitar buena tierra y la dosis
adecuada de sol, pero son caprichosos y temperamentales. Por más intentos que
uno hace, no aceptan la invitación a quedarse en el jardín. Habrá uno de
rendirse y conformarse con mirarlos y tenerlos de afectos temporales en macetas
y no esperar que se queden. Siguen siendo hermosos y deseables, pero tal vez
haya que admirarlos de lejos y ver como florecen felices en otros terrenos más
apropiados. Parecen coquetear con uno desde los jardines que los tienen. Simulan
acercarse, hasta que su perfume invade el espacio, hasta que el jardinero cree
que esta vez sí resultará y vuelve a intentarlo con renovada confianza para, una
vez más, repetir el mismo ciclo: La espera por la floración y la decepción del
estancamiento del crecimiento. ¿Por qué volvían a aparecer como un deseo no
cumplido?, ¿Cuál es el sentido de querer insistir?
Están también aquellas plantas que recuerdan jardines de la
infancia, calas, cardenales, costillas de Adán y otras. Recuerdan a las abuelas,
a escondites y pasadizos a lugares imaginarios.
Están los diseños de jardín de revistas, preciosos, pero muy
parecidos unos a otros y están los otros, desordenados, inesperados,
misteriosos, ocultos, que parecen construidos por el azar o por muchas manos
que quisieron dejar su impronta. Estos jardines tienen carácter y solo quienes
quieren la tierra saben apreciarlos. Cristián, está orgulloso de su jardín sui generis.
La mirada del principiante se queda en las flores, la mirada
del jardinero se posa en la tierra. Para conseguir la belleza y el color, había
que cavar, valorar las lombrices, observar la pudrición y con las propias manos
sacar bulbos y raíces que por su forma parecen contener pequeños monstruos en
su interior. Es necesario levantar piedras y ver toda clase insectos corriendo
desesperados por conservar su hábitat. Lo mismo que a los pensamientos
molestos, hay que espantarlos, removerlos, exterminarlos.
Todo esto pensaba cuando arrancaba una vez más esa maleza
rebelde. Cavaba la tierra, primero con cuidado y precisión para luego aplicar
fuerza casi sin medida. Se vio a sí mismo agotado, quemado por el sol, sediento
y dolorido. Se sentó en su sitio preferido, desde donde, cada vez, se repetía
que faltaba tanto por hacer. Quería una pérgola con glicinias, un pequeño
jardín acuático, camelias, un dasme y nuevos helechos.
Se duchó y se vistió veloz. Iría al vivero de siempre
y comenzaría de una vez.
Estaba mirando el enorme vivero y a lo lejos divisó a Sara.
Habían hablado muchas veces de plantas, jardines y tanto más. La vio y pensó
que continuaría con su jardín ahora mismo, con más ojos por testigos, con más disfrutes que tareas,
Se acercó y le preguntó - ¿quieres ser mi Camelia? – Sara lo
miró sorprendida y sonriendo le dijo - Siempre que tú seas mi hibisco - .